Teatro político-2

Alejandro Bovino Maciel

_________________________________________________________

Siguiendo la misma línea de obras dramáticas de corte histórico-políticas iniciada con la edición de Teatro Político-1 (Editorial Criterio, Asunción, Paraguay, 2012) en el que figuran:

-Culpa de los muertos.

-Los hijos de Rosas.

-El viejo señor Sarmiento.

 

Continúo con esta segunda entrega de obras con el mismo carácter:

 

-El oro de Famatina, con el tema del gobierno de Bernardino Rivadavia, la reforma religiosa que emprendió y la primera empresa de explotación aurífera diseñada en el siglo XIX siguiendo los modelos de la explotación industrial-capitalista de Londres. Más el contexto de algunos aspectos de la vida privada de Bernardino Rivadavia y la áspera relación con su hijo menor.

-La vida imperfecta del doctor Ibañez, como un intento de retrato de la Argentina del año 2001 y el corralito financiero.

No hago historia.

Nadie busque precisiones documentadas de hechos para testificar los datos que aporta una obra mía.

Para ello están los múltiples libros de Historia Argentina, artículos especializados, opúsculos, artículos académicos y estudios historiográficos.

En alguno de los tantos libros que consulté para conocer en detalle el gobierno de Rivadavia leí ese extraño incidente con el hijo menor, Martín, que atacó a su padre con un cuchillo.

Después, buscando la referencia, la perdí como era de esperar ya que mi vida es una continua pérdida de sentidos y datos; o puros espejismos como el oro de Famatina.

Pero eso no me impidió encarar el episodio como si hubiese sido fabulado en sueños: vale decir, como siempre, se hace literatura tratando de contar la verdad por medio de mentiras.

ABM

 

Haz clic aquí para añadir texto

/ EL ORO DE FAMATINA /

 

(Obra de teatro sobre la vida de Bernardino Rivadavia en el exilio, en Colonia del Sacramento, 1837. Rivadavia fue presidente desde febrero 1826 a junio 1827)

 

 

PERSONAJES:

  1. Bernardino Rivadavia, 1836-1837
  2. La vieja actriz hoy cherinola (la “Chonga” Olga Ponce)
  3. Ventura, vieja criada
  4. El padre Adán
  5. Martín Rivadavia, el hijo menor

     

 

ACTO 1

 

Ambiente decadente de la sala de lo que fue una fastuosa mansión. Con ménsulas doradas, capiteles, cortinas de brocado, detalles de un paño de pared hechos en telgopor y colgantes de la parrilla bastarán para insinuar las glorias pasadas del salón hoy derruido. Una gotera insistente caerá como si fuese el péndulo de un reloj que marca el ritmo de la decadencia. Las sillas y el poco mobiliario costroso dejarán ver que la penuria económica ronda a los habitantes. El fondo debe diseñar alguna forma de infinito prolongándose hacia el más allá si fuese necesario.

No se requieren recursos fastuosos ni los necesitamos, bastará con agitar la imaginación del visualizador de la obra para conseguir efectos casi mágicos. La decadencia siempre es un modo fantástico de ver el derrumbe propio de todo ser humano que se encamina lentamente a la muerte por más felicidad que consiga acumular durante la vida.

Hay una música obsesiva cuando se inicia, algo que fue un minué pero tan deformado como si lo tocase en un teclado de un piano desafinado alguien absolutamente indigno de la música, como yo.

 

 

Olga viste de un modo algo estrafalario, aún para la época de 1830: sombrero con plumas vistosas, flores, tules, abalorios; ropa de seda negra, boa de marabúes y su risa quiebra cualquier intento de solemnidad. La sala donde conversan tiene aspecto desolado: el mobiliario es viejo, desvencijado, polvoriento; el mantel de la mesa está roído, hay libros desparramados, trastos a medio cubrir con lienzos y telas bastas, gotea rítmicamente agua en una palangana. Rivadavia mantiene el porte orgulloso de quien cree en sí mismo a pesar de todo, habla como si estuviese diciendo un discurso ante una asamblea solemne, ríe discretamente con su vieja amiga, mientras sorbe una bebida que ambos comparten.

 

Rivadavia:             No conviene decir la verdad ante la servidumbre, amiga.

Olga:                     No me interesa tratarlos de igual a igual.

Rivadavia:             Vamos a fingir desvaríos cuando entre la criada, es mujer malevolente con la lengua, siempre esculcando entre las sombras y no hay que olvidar que las paredes tienen oídos en el Virreinato.

Olga:                     Por mí, se quedarían mudas, no pienso hablar con esas negras.

Rivadavia:             …Mal necesario…

Olga:                     Eso lo sabrán en las casas y los despachos; en el teatro todos los del elenco son males necesarios. ¡Hay que ver la de ínfulas que tienen esas mulaticas como la Amparito! Una vez le dimos el papel de Cleopatra y ya se viene creyendo reina del Nilo… (Ríen)

Rivadavia:   ¿…y que disputan por ella Julio César y Marco Antonio? (Ríen y festejan todo con hilaridad)

Olga:           ¡Ni más ni menos! No sabe fregarse el talón y se cree la futura emperatriz de Roma.

Rivadavia:   ¿De dónde trajiste esa farándula? (Riéndose, se nota que lo divierte esa gente, que disfruta pensándolos)

Olga:           De aquí y de allá, quien no era caribeño era de Francia, de Escocia… pero a las extranjeras había que enseñarle palabra por palabra. El castellano es un idioma maldito, Bernardino. Tiene tantas complicaciones y una no es la academia de lenguas…

Rivadavia:             A pesar del entrenamiento, digamos.

Olga:           (Reacciona como quien oye una indirecta) Siempre sospechaste que mi casa de comedias era un congal.

Rivadavia:   Bueno, no pongamos nombres brutales. Quien dice congal dice mancebía, dice lupanar, dice jarana y un liberal no se anda metiendo en las camas ajenas. Hagan lo que quieran con sus cuerpos.

Olga:           ¿Y el alma?, ¿dónde la dejamos?

Rivadavia:             ¡Qué sé yo, no soy el obispo, che! Soy el Presidente de las Provincias Unidas y no me ando metiendo en puteríos.

Olga:           (Se pone de pie) ¡Más respeto con esta dama a quien hasta el padre Castañeda llamó “Faro de las artes”!

Rivadavia:             No me hables de ese eunuco franciscano. 

Olga:                    ¿Por qué te detestaba tanto?

Rivadavia:            El orden público es como tu teatro, todos creen saber la letra de la obra y cuando aparece el director nadie obedece. La Iglesia pensaba que yo tenía el deber de custodiar los valores cristianos.

Olga:                    ¿Y no es así?

Rivadavia:             El gobierno debe atender a la máxima felicidad con el mínimo de dolor, ¿se entiende?

Olga:                    No.

Rivadavia:             (Vuelve a encenderse el fuego del viejo funcionario liberal) ¿Por qué obligar a la gente a militar en el papismo o defender a los hugonotes? No, que cada iglesia cuide su rebaño, el gobierno no se puede ocupar de esas cuestiones doctrinales; siempre en riñas como comadres… (hace gesto de fastidio) No… fuera todo eso.

Olga:                     ¿Eso hace un gobierno?

Rivadavia:             Los hombres del gobierno somos como el dios Jano, con dos caras, una privada y otra pública que sólo muestra lo que conviene.

Olga:                    ¿Y a eso le llaman poder? ¡Están obligados a hacer teatro entonces! (Clima de disputa siempre tenso)

Rivadavia:             Muchas veces un gobierno debe hacer lo que no quiere y no hacer lo que quiere. ¿Creías que éramos omnipotentes?

Olga:                     ¿Y eso es el poder? (Se pone de pie como dominando la situación y camina en torno) ¿Ves, por qué conviene hacer teatro? En mi casa nadie tiene otro deseo que el mío. Siempre pensé que todo el gobierno es una farsa. Perdón por lo que te pueda ofender.

Rivadavia:             Ustedes encienden las luces y nosotros en el gobierno estamos detrás de la escena. Pero sigamos… ¿gustaría una copita de jerez, madame?

Olga:                     Uy, cuánta amabilidad. Acepto

(...)

Prólogo

 

Carlos Fos

Director del Centro de Documentación Teatral CTBA

(Complejo Teatral de Buenos Aires), Argentina.

 

Alejandro Bovino Maciel nos entrega un nuevo corpus dramatúrgico, donde lo político atraviesa, sin didactismos o recursos reduccionistas, la totalidad de su obra. La tiñe, la ordena, convirtiéndose en un disparar para la emoción pero también para la franca discusión. Sin pretender ser historiador vuelve sobre momentos de nuestro devenir temporal como joven Nación y avanza, con recursos poéticos destacados, sobre personajes que dividen aguas en el imaginario colectivo.

Con una mirada aguda, nos presenta a un Rivadavia, alejado del poder y luchando con sus propios fantasmas. Los proyectos de entrega del patrimonio, en este caso minero con los yacimientos de oro en Famatina es el tema sobre el que pivotea el primer texto, pero el contexto no se detiene en una simple descripción de este “factum”, sino que enmarca el período final de la existencia del primero que ostentó el título de Presidente en estas tierras.

Vuelto del exilio parisino, expulsado por Viamonte en su intento por regresar, residía en Colonia y luego en Brasil desde 1834. Allí lo acompañaron su mujer y su hijo Martín.

Parece una contradicción que sus hijos mayores decidieran apoyar la causa federal, siendo promotores de Rosas en su llegada al poder, actividad a la que se unirá el propio Martín, después.

Esos recuerdos, esas ideas vertidas en El oro de Famatina, nos perfilan a un hombre que es pasado pero que no se resigna a serlo. La realidad lo despertaría de sus especulaciones y lo depositarían en un nuevo retiro europeo del que no volvería, solo, resentido.

Este protagonista de los momentos iniciales de nuestra constitución como Estado independiente ha sido motivo de epidérmicos, intencionados y elaborados estudios sobre su accionar y los cimientos de la identidad local.  Los debates en torno a la identidad nacional han sido numerosos y generaron un material de análisis, desde las diversas ciencias sociales, tan rico como contradictorio. Junto a reflexiones de profundidad y lógica teórica indiscutible se cuelan interpretaciones capciosas, sostenidas en la mera opinión y la reiteración de fórmulas vacías de contenido real. (...)

 

 

LA VIDA IMPERFECTA DEL DOCTOR IBAÑEZ

 

 

LUGAR: CASA DE LA FAMILIA IBAÑEZ EN LA CIUDAD DE BUENOS AIRES

TIEMPO: Noviembre del 2001

 

         PERSONAJES

 

  1. El doctor Horacio Ibañez, economista
  2. Juliana Ginés, esposa
  3. Verónica, hija
  4. Facundo, hijo
  5. Juan Pablo, compañero de estudios de Verónica
  6. Lía, compañera de estudios

 

 ESCENA 1

 

 Horacio:       (Entrando con traje y corbata, y carpetas, marca paso firme, no cede un instante la atención porque se mueve constantemente, no es un hombre estático, es un hombre decidido a controlar todo que está atrapado en sus dominios como un animal enjaulado, habla imperativamente)

Horacio:        ¡Otra vez con lo mismo, Facundo! También, a mí se me ocurre dejar la empresa en tus manos, ¿no ves que cualquiera te maneja?

Facundo:       ¿Me podés escuchar?

Horacio:        ¿Querés que pierda la tarde escuchando tus quejas y excusas? Pero dejáte de joder, che. ¿Sabés qué? Esas bolas (hace amago de tocarlo, lo dice como en broma pero sabiendo que su efecto es sarcástico) debí habérselas puesto a tu hermana que tiene agallas para imponerse a esos burros del sindicato.

Facundo:       Papá, (lo dice muy calmo, en contraste con el nerviosismo de Horacio) ni siquiera me escuchás.

Horacio:        Ya estuve ahí; cuando vos venís, yo  fui y vine tres veces. Es cuestión de velocidad.

Facundo:       ¿Para qué me delegaste poder si no confiás en mí?

Horacio:        Les delegué la empresa porque no podía seguir en mi cargo del ministerio y atendiendo mis negocios particulares, ¿no sabés que son incompatibles? Me rompí el alma formándome en el exterior en políticas económicas; esa empresa la puede manejar cualquiera, yo tengo ese otro desafío...

Facundo:       ¿No es mejor cuidar lo tuyo?

Horacio:        ¿Y qué, no pueden manejar una empresa cualquiera? ¿Son de madera ustedes?

Facundo:       ¿Cualquiera? ¿Una empresa que se está cayendo a pedazos? ¿Que tiene las cuentas en rojo? Nos pasaste casi un cadáver, papá. Un cadáver con sindicalistas…

Horacio:        ¿Ves? La desesperación no es buena consejera. (Trata de conciliar) Claro que confío en vos, pero hay que darte una patada en el culo para que reacciones. Estás en la jungla, entre lobos ahora, no en el jardín de infantes.

(Entra Verónica, trae libros y carpetas en las manos, viste como una ejecutiva, con trajecito sastre, cabellos recogidos, tacos y detalles delicados de exquisitez, pisa firme, se mueve con precisión, habla poniendo énfasis en las palabras más hirientes; es una dama que actúa entre hombres, muchos de ellos camioneros)

Verónica:      ¡Salud! Tenemos reunión familiar... ¿o es de negocios?

Horacio:        Hablaba con tu hermano de mi posición en el ministerio.

Verónica:      Mi hermano (Irónica, mordaz) debería saber primero qué posición ocupa él.

Facundo:       ¿Vos también?

Verónica:      ¿Sabés el lío que tuve con los delegados por tus 'negociaciones'?

Horacio:        ¿Qué pasa? Terminaba de decirle que son tipos jodidos, doble cara, triple moral, cero escrúpulos.

Verónica:      (A Facundo mirándolo fijamente) ¿Vos les prometiste  suspender los despidos por ahora? (Siempre enérgica)

Facundo:       ¿Tenés alguna otra idea brillante para frenar el paro que amenazan hacer?

Verónica:      Suspender a los delegados del sindicato.

Facundo:       ¡Es ilegal!

Verónica:      Dále con tu obsesión con la ley, qué, ¿sos abogado ahora?

Horacio:        No, Verónica, ahí Facundo está en lo cierto. Se arma la podrida. Lo mejor es no confrontar con los delegados.

Verónica:      Me importan un rábano los delegados, después de todo son una parva de analfabetos, pero me paran un día la empresa y esto se va al carajo: subo y le rompo la cara a patadas a Cristaldo.

Facundo:       Por eso estoy negociando, para evitar la guerra.

Verónica:      ¿Vieron las cifras de hoy? (Saca un papel) Me lo dio el contador. Estamos ahí en el borde, casi a punto de irnos a la mierda.

Horacio:        La quiebra financiera...

Verónica:      ¿Y vos, papá, qué me decís? Nos pasaste este quilombo…

Horacio:        La empresa es de la familia, ustedes también tienen que sostenerla así como yo la mantuve a flote desde que murió mi padre sin pedir nada a nadie.

Facundo:       Papá, nos dedicamos a esto día y noche.

Horacio:        Ya sé, tal vez me cuesta ver que yo también soy el problema

Verónica:      Vos, no: tu cargo en el ministerio. Nadie confía en una empresa constructora que está ligada al gobierno.

Facundo:       Ni tu gobierno confía. ¿Qué pasó con esos contratos del Ministerio de Obras Públicas que no nos iban a adjudicar?

Horacio:        Otra empresa ganó la licitación

Verónica:      ¿Licitación? Esos simulacros... ¿eso es licitación para vos?

Horacio:        Bueno, mi cargo no tiene nada que ver con obras públicas.

Facundo:       ¿Cuánto pedían?

Horacio:        ¿De qué me hablás?

Facundo:       De coima, la “comisión” para darnos las obras…

Horacio:        No es eso, nuestra empresa descuidó los seguros de trabajo

Verónica:      Facundo, eso estaba  a tu cargo, ¿qué hiciste? (Furiosa)

Horacio:        ¡Paren, carajo! ¿Quién puede contratar esos seguros millonarios? Imposible para nosotros.

Verónica:      O sea, seguiremos perdiendo obras, ¿nos dedicaremos a reparar veredas?

Facundo:       Hay varias ofertas de obras, pero nadie quiere trabajar con una empresa del secretario de planificación económica. Desconfían.

Verónica:      Tendrías que renunciar de una vez, papá

Horacio:        No puedo

Verónica:      ¿Por qué?

Horacio:        Hay una auditoría en mi oficina, renunciar ahora sería mala señal, sería como echar sospechas sobre el trabajo de mi equipo. Hay que esperar que terminen y entreguen los resultados…

Verónica:      ¿Y vos creés que...?

Horacio:        Yo no creo nada, siempre trabajamos con transparencia, no hay quién me señale un delito, pero debo esperar. No queda otra.

 

 

 

 

ESCENA 2

Crea tu propia página web con Webador