MISCELÁNEAS o EL BAÚL OLVIDADO

GAUCHOS IMPOSTORES

 

El arquetipo o modelo del gaucho es una impostura desde el comienzo. No estoy difamando para decir que el gaucho sea un impostor, estoy diciendo que esa imagen del hombre rural que ejercía el pastoreo y ha sido replicada hasta el infinito no es más que un fantasma en el presente, un reflejo que no tiene correlación material en el cielo platónico.

El tipo social del “gaucho” pudo haberse desarrollado a partir de criollos en tiempos de la colonia, cuando abundaban las tareas pecuarias para el hombre rural que era casi la mayoría de la población, cuando había pocas ciudades, y las que teníamos estaban escasamente pobladas. Después de la Revolución de Mayo muchos de ellos, absolutamente díscolos con la disciplina castrense, desertaron de las milicias y se hicieron nómades de las pampas. Gente iletrada y marginal que solo conocía el trabajo del pastoreo de vacas.

Poco sabemos objetivamente del guacho real, aquellos registros que los censaron en forma oblicua y retaceada no dicen mucho más que números y categorías sociales. La imagen más nítida que nos legó la literatura es visiblemente impostada, porque los verdaderos protagonistas, los gauchos de profesión, fueron alíteros y analfabetos; nada fiable dejaron a la posteridad. Los autores y poetas que escribieron sobre el gaucho —todos hombres, por lo que sé— no eran gauchos sino caballeros de levita y hasta socios del Jockey Club que, en sus momentos de ocio, que no eran pocos, fueron configurando el prototipo y el sociolecto del gaucho alzado contra la autoridad, libre como el viento pampero, idea que el romanticismo que impregnaba esa época imponía como necesidad.

Es sabido que las premisas de la sociología y las de la literatura no corren por el mismo camino. El sociólogo requiere datos, estadísticas, características generales. El escritor, en cambio, necesita del aura fantástica de la imaginación para poner a vivir a su personaje en situaciones críticas donde se revele su interior. El gaucho alzado contra la autoridad arbitraria resulta ornamentado con rasgos que se traen de aquí y de allá, de las novelas de caballería, del ideario estancado del tradicionalismo local o las efusiones policromadas del costumbrismo que reduce la nobleza espiritual a una ronda de mates con chismes del más allá. Los señoritos de bufetes del siglo XIX, estancieros muchos de ellos, forjaron un tipo social postizo con el valor de un cruzado, la nobleza de un apóstol, la irresponsabilidad de una napolitano y el atuendo de un magiar. De esa proyección infausta, alojada entre papel y tintas, nació el gaucho payador y matrero que en vano buscan los porteños (nacidos y criados en departamentos céntricos de 60 metros cuadrados) en los pagos de San Antonio de Areco.

He discutido estas cuestiones con una escritora adicta al gauchaje. Me consta que adora la literatura, pero su amor no es correspondido. Otro amigo en común le ha llegado a recomendar que, de cada cuento, escribiera solo el título y dejara al lector o lectora imaginar el resto. Mi maldad no alcanza esas cotas. Sigo pensando que, de viajar al Iberá, se vería francamente decepcionada de esa pasión por los gauchos que allanan su corazón sin que ella misma pudiera explicarse la causa. Mi sobrina Camila viajó hace un año al Iberá, y se embarcó en una excursión lacustre no exenta de saurios y carpinchos, pero su desilusión estalló ante una realidad contundente. El capitán de la canoa, guía y supuesto gaucho correntino repentinamente, interrumpió el discurso sobre las aguadas ante una llamada. Detuvo la marcha para responder en su iPhone.

Gauchos eran los de antes. Internet nos dejó sin gauchos. Los de ahora ya son gauchos.com y Dios nos libre de esos algorritmos.

ALEJANDRO BOVINO MACIEL

BUENOS AIRES, ENERO 2024

www.alejandrobovinomaciel.webador.es

LA POLÍTICA  EN CRISIS

 

Toda vez que debatimos con amigas y amigos de cultura acerca del desconcierto de este segundo decenio del tercer milenio, repito la misma posición: la irrupción de Internet a partir del año 2000 vino a cambiar los códigos de comunicación humana.

Desde al menos tres mil años a. de C. la comunicación se venía dando a través de la lectura / escritura y repentinamente aparecen las redes sociales donde predomina lo audiovisual. La comunicación se mediatizó: ya se podía hablar y ver a una persona que estaba físicamente a mil kilómetros de distancia, conversábamos como cuando estábamos frente a frente y además podíamos vernos, detectar los gestos que acompañan al discurso, notar sus alegrías o tristezas. El predominio de lo audiovisual llevó a Giovanni Sartori —experto italiano en sociología de la a publicar Homo Videns donde analiza esta supremacía de la vista por sobre los demás sentidos.  El lenguaje escrito, esclavizado por lo audiovisual, se hizo secundario. Los mensajes escritos se abreviaron, y mucho de lo que se necesitaba expresar se reemplazó con imágenes de caritas, dibujos, stickers (pegatina o adhesivo que expresa situaciones o sentimientos, dice el diccionario) y toda lectoescritura se fue simplificando.

Esto hizo ganar velocidad y perder contenidos en la comunicación.

Esto de perder contenidos, no es algo menor. La comunicación depende enteramente del espesor del contenido de la misma. Si simplificamos en exceso el mensaje queda reducido a formas muy simples, que obligan a aceptar pasivamente sin posibilidad de análisis posterior ni crítica por parte del receptor. La persona se va sumiendo en un mundo de respuestas inmediatas sin preguntas, la capacidad de analizar por parte del receptor se va anestesiando y de ese modo los medios y las redes nos cargan de contenidos vacíos que vamos aceptando sin la posibilidad de detenernos a pensar si lo que dice es verdad o está sesgado por algún interés. Hay una crisis social donde impera el desconcierto: no saber qué es qué ni qué sitio ocupa en el conjunto. Leer la sociedad no es tan simple como leer un emoticón. Y mucha de la gente entrenada con el smartphone como chupete, no sabe descifrar un mensaje con mediana complejidad.

Esa desinformación, más la trivialización en la que entró la clase política occidental (en Oriente, los chinos, japoneses e indios siguen con la fe tan firme en el Estado como desde hace diez siglos) ha colmado el clima de banalidad encumbrando personajes sombríos (pensemos en Trump, Bolsonaro y ahora el Presidente) venidos de las oscuridades de la sociedad con un discurso de prepotencia, descalificación y agravios gratuitos para galvanizar el odio colectivo en una forma de comunicación que se parece más a la de las redes sociales y video juegos que a la vida real. La sociedad está dividida, pero no por una grieta como gusta “descubrir” al señor Lanata. Ya en tiempos de Rosas había unitarios y federales. Sarmiento inauguró la división entre civilización y barbarie. En los ’40 peronistas y antiperonistas, después vinieron militares y civiles. Hoy la cosa no es tan simple. Hay muchas tribus urbanas ideológicas y nadie parece dispuesto a conversar con nadie. Y mucho menos a intentar comprender las razones del otro. Estamos creando enemigos imaginarios todo el tiempo, igual que en los comics baratos. El sistema político de representatividad republicana no puede funcionar en estos términos porque el alma de la política es el diálogo que busca consensuar, negociar acuerdos que beneficien al mayor número de ciudadanos. Este es el punto grave de la crisis: las instituciones históricas parecen no servir ya para las necesidades de un mundo cambiado, pero las nuevas que irán a reemplazarlas todavía no aparecen. En este umbral de incertidumbre y penumbras crecen los monstruos.

 

ALEJANDRO BOVINO MACIEL,

BUENOS AIRES, febrero 2024

EL RECUERDO DE UN GRAN ARTISTA

 

Ramón Alcides Chávez, que firmaba sus trabajos como Alcides Galo fue un amigo querido desde mi adolescencia, militando ambos en la Acción Católica —cuyo origen fascistoide ignoraba por entonces— y que después se abrió paso en el mundo del diseño y la confección de trajes de Carnaval y teatro. Alcides fue uno de esos artistas que en provincias tenemos arrumbados, como si olvidar fuese un ejercicio meritorio. Olvidar es un lujo para nuestros pagos correntinos en los que el talento no sobra.

Alcides Galo nos ayudó en todas las puestas teatrales que hiciéramos allá por los ’80 con el Ateneo Cultural. Actuó, además, en varias de las obras y hasta en la película para TV que hiciéramos. Alcides Galo se encargaba con solvencia de todo: desde la puesta escenográfica, el vestuario, maquillaje, peinados, detalles ya que las obras eran todas de época. Asesoraba a los actores, distendía el ambiente siempre tenso de las puestas con un humor infatigable que daba siempre en el blanco de la ironía, que manejaba con soberbia inteligencia.

Pero como dije, su venero estaba en el diseño y confección de los trajes de carnaval. Era de esos artistas que privilegiaba la imaginación por sobre la mera copia. Con tres elementos, como dicen que hizo Zeus, era capaz de armar complejas filigranas recamadas en piedras de cristal y voladas con plumas de aves que era lo que se usaba por entonces en los lujosos trajes de carnaval. El plástico vendría después. Alcides tenía intuición y buen gusto. Sabía combinar perfectamente cada elemento en el espacio para crear belleza con sentido, nunca belleza ornamental, no. Decía —y lo recuerdo— que todo lo hermoso debe hablarnos de algo además de tocar el corazón. En el diseño, por ejemplo, un espaldar contenía elementos vivos del tema que le proponían. Allá una constelación de strass, detrás un celeste de amazonas para representar un cielo de verano. En eso consistía su sensibilidad: nada quedaba suelto o sujeto al azar. Si uno sabía buscar, como en la obra de todo verdadero artista, ahí estaban los significados que siguen hablándole a nuestra mente después que la obra de arte ha desaparecido. Esas huellas, ese camino hacia otro sentido es el que nos proponía Alcides Galo. Quizás nosotros, encerrados en este punto del mapa donde luchamos a diario para sobrevivir con míseros sueldos, no nos hayamos detenido lo suficiente para comprenderlo. Pero lejos de Corrientes, lejos de Argentina, en el Carnaval de Niza en dos días leyeron todo ese contenido que a mí me llevó años y lo premiaron con Mejor Diseño por el conjunto de trajes que, rememorando la Fiesta de San Baltazar, llevara al Carnaval del mundo en Niza en 1989.

Para evitar el olvido, que es la peor forma que tiene la muerte, algún palco o tribuna del Carnaval correntino debería lleva el nombre de Ramón Chávez.

 

Alejandro Bovino Maciel

Buenos Aires, febrero 2024

 

EL PAPEL Y EL LIBRO / EL PAPEL DEL LIBRO

 

El precio del papel para imprimir libros se ha disparado a niveles insólitos, como casi todos los precios a partir de los disparates que viene proponiendo el “plan de gobierno” si acaso existe un plan. La gran devaluación de diciembre, sumada a los dos meses de inflación límite (diciembre y enero) han llevado a encarecer el precio del papel a tal punto que amenaza a la industria editorial en su conjunto. El presidente de la Cámara del Libro, Martín Gremmelspacher declaró recientemente que dos situaciones amenazan la industria: el aumento desmedido del precio del papel y el desabastecimiento. Solamente dos empresas abastecen de papel: Celulosa Argentina y Ledesma, de la nunca bien ponderada familia Blaquier Arrieta de Jujuy. Una tercer empresa (Papelera Tucumán) cerró hace dos años.

De la industria azucarera (en el caso de Ledesma y la ex Tucumán) extraen la pulpa celulosa que utilizan después para el papel obra (el que se usa para las páginas de un libro). De la caña de azúcar nada se desperdicia. Tanto Falino (Ceo de Celulosa) como Duelo (de Ledesma) afirman que destinan todo el papel que producen a la industria que lo solicita; pero la industria del papel obra compite con la del envasado para fabricación de cajas y embalajes que la reciente irrupción masiva de Mercado Libre, que no mezquina cajas, cajitas y cajones para los envíos de mil chucherías, ha llevado al extremo de demanda usando para cajas que duran un día gran parte de esa misma pasta de celulosa que provee a todo el mercado y compite con el papel obra de un libro, que vive años. Todo es un gran desatino. Para empeorar las cosas, ambas empresas dejaron de fabricar papel ilustración el que usted ve en las tapas de los libros y en libros infantiles, tanto Ledesma como Celulosa explican que “no es rentable” producirlo en el país y por lo tanto, debe ser importado, aumentando más el precio del libro al usar un material que debe traerse del exterior: Brasil y China son los principales proveedores. ¡Un papel! Hace apenas 50 años Argentina era pionera en Sudamérica en la fabricación de heladeras, cocinas, automóviles y hoy no podemos fabricar un simple papel ilustración.

Los empresarios también adjudican al crecimiento de la industria editorial la crisis actual. En 2019 se publicaron 35 millones de libros (datos de la Cámara Argentina del Libro) y en 2022 ya fueron más de 60 millones. Aunque las tiradas (cantidad de ejemplares que imprime cada título) fueron bajando, el sector editorial ha crecido en base a pequeñas y medianas editoriales que son las que presentan los y las autores realmente novedosos e interesantes desde el punto de vista del pensamiento y la literatura. Las grandes editoriales ya casi solo se ocupan de best sellers, libros de cocina, autoayuda y periodismo político, todos ellos efímeros. Nadie guarda en su biblioteca un libro de Majul, Stamateas o Ari Paluch, por ejemplo. Hoy por hoy el 54% del precio del costo industrial del libro se lo lleva el papel, 20 % para la impresión, 15 % para la encuadernación, 6% para el trabajo de diseño y 5% el de edición. Pero luego entra la cadena de comercialización que de este total, cobra un 50% más para la línea de ventas (grandes librerías), más costos que se suman por gestión editorial, difusión, logística. Cada eslabón de la cadena va inflando el precio de venta final, y es así como llegamos a tener novelas de 200 páginas que cuestan 35 mil a 50 mil pesos, precios que limitan y asfixian la posibilidad de leer.

La lectura hizo la civilización. Nuestra mente está entrenada por el hábito de aprender por medio de la lectura. Todos los otros medios (videos, imágenes, audios) son complementarios, no pueden sustituir cognitivamente a la lectura como forma de aprendizaje. En esta crisis que generó Internet, que como toda herramienta no es buena ni mala, sino que depende del uso que se le dé, el abandono de la lectura se fue acentuando. Los niños y niñas de la primaria tienen crecientes dificultades para comprensión lectora: leen mecánicamente reproduciendo vocales y consonantes, pero no entienden lo que leyeron. Los mayores les damos el mal ejemplo cuando decimos “tienen que leer” y jamás nos ven leyendo.

La gente cada vez lee menos. Y se nota.

 

Alejandro Bovino Maciel

Buenos Aires, marzo 2024.

¿QUÉ COSA ES LA CLASE MEDIA?

 

A raíz de cierta polémica iniciada con un filólogo italiano en un programa de radio al que fui invitado, surgió la pregunta: ¿a qué llamamos “clase media” al menos en Argentina? Este profesor de apellido Salla decía que esa clase media que podía comprarse su vivienda y tenía su propio carro (que es como decir que no pagaba alquiler y se abstenía de viajar en colectivos) está en vías de extinción en Europa.

Es muy relativo, le respondería. Primero deberíamos saber si la vivienda que tiene no la heredó de su familia y en cuanto al “carro” (por lo visto el hombre este tiene sobredosis de Netflix) también deberíamos saber qué modelo es, en qué condiciones se encuentra y con qué frecuencia lo usa. En la ciudad de Buenos Aires muchas veces salir en carro es un fastidio: puede uno encontrarse con embotellamientos, cortes de calles; y estacionar puede llegar a ser más difícil que tomar un bus, bajar donde corresponde y desentenderse de esas cuestiones. O el subte, que es más rápido.

Para el escritor Alberto Boco la clase media argentina arranca en el ’45 con el gobierno de Perón. Reconoce que antes existían sectores aspiracionales, por ejemplo, los empleados de ‘cuello blanco’, es decir, administrativos de oficinas y negocios, maestros, docentes y algunos otros sectores. Boco ofrece una imagen gráfica que ilustra la evolución de esa clase media argentina: es como un hombre que estaba hundido en el agua, sacó la rariz para respirar, con esfuerzo pudo sacar la cabeza del agua y en ese momento creyó que ya tenía todo el cuerpo fuera del agua y empezó a soñar con ser clase alta, o, lo que es peor, ya se creyó de la clase alta. Un montón de esa gente ya se creyeron Anchorenas o Patrón Costa, ayudados por los medios y otros factores que forman subjetividades (publicidad, por ejemplo) y cuando esa clase media mira hacia abajo ve a los sectores populares como “negros villeros” y los rechazan porque piensan que si estos “ascienden” contaminarían el arduo trabajo que les costó (ilusoriamente) ser como Patrón Costa o Anchorena.

Esa clase media en ascenso pensó que comprándose una casa más en la costa, para veraneos, y cambiando el auto cada dos años ya se consagraría como un nivel estable.

La catedrática Susana Santos (UBA, Filosofía y Letras) en cambio, piensa que el primer gobierno de Yrigoyen con la reforma universitaria es quien da el puntapié inicial para el acceso a esta nueva clase media argentina. Recuerda la obra de Florencio Sánchez “Mi hijo el doctor” donde se refleja claramente que el componente educativo-profesional fue fundamental para esa clase media naciente que después con el primer peronismo continúa el ascenso.

Susana admite, además, una clase “mediera” que fue muy estudiada en Perú, no la clase media que tiene valores centrales en la unidad familiar, la palabra dada, el mediano confort sino esa otra población intermedia que se identifica con “los ricos” en el ensayo de Salazar Bondy “Lima la horrible” donde habla de la huachasita, que es aquella limeña que reniega de sus raíces indígenas, se blanquea y se asume como “señorita” blanca. Eso es la clase mediera que ilusoriamente se cree estrato superior pero no tiene los medios que la habilitan. Acá yo agregaría al “pachuco” mexicano que cruza a EEUU y al poco tiempo viste como un cow-boy con profusión de oros en cadenas, pulseras, anillos y habla un inglés hermafrodita entre expresiones del español y palabras inglesas.

Si cualquier intento de hacer escalones sociales ya es complejo, en este ajetreado siglo XXI en lo que, como dice S. Santos “todo está trastocado” intentar definir la clase media llevaría densos estudios. Los demógrafos y economistas cortarían el raso con cifras “clase media es aquel grupo familiar que supera x monto de ingresos mensuales” y listo el pollo. Pero dejaríamos fuera nivel de educación, códigos penales, instituciones de la ética ciudadana y muchos narcos estarían cómodamente instalados como de la clase media.

ALEJANDRO BOVINO MACIEL

BUENOS AIRES, ABRIL 2024

 

GAUCHOS IMPOSTORES

 

El arquetipo o modelo del gaucho es una impostura desde el comienzo. No estoy difamando para decir que el gaucho sea un impostor, estoy diciendo que esa imagen del hombre rural que ejercía el pastoreo y ha sido replicada hasta el infinito no es más que un fantasma en el presente, un reflejo que no tiene correlación material en el cielo platónico.

El tipo social del “gaucho” pudo haberse desarrollado a partir de criollos en tiempos de la colonia, cuando abundaban las tareas pecuarias para el hombre rural que era casi la mayoría de la población, cuando había pocas ciudades, y las que teníamos estaban escasamente pobladas. Después de la Revolución de Mayo muchos de ellos, absolutamente díscolos con la disciplina castrense, desertaron de las milicias y se hicieron nómades de las pampas. Gente iletrada y marginal que solo conocía el trabajo del pastoreo de vacas.

Poco sabemos objetivamente del guacho real, aquellos registros que los censaron en forma oblicua y retaceada no dicen mucho más que números y categorías sociales. La imagen más nítida que nos legó la literatura es visiblemente impostada, porque los verdaderos protagonistas, los gauchos de profesión, fueron alíteros y analfabetos; nada fiable dejaron a la posteridad. Los autores y poetas que escribieron sobre el gaucho —todos hombres, por lo que sé— no eran gauchos sino caballeros de levita y hasta socios del Jockey Club que, en sus momentos de ocio, que no eran pocos, fueron configurando el prototipo y el sociolecto del gaucho alzado contra la autoridad, libre como el viento pampero, idea que el romanticismo que impregnaba esa época imponía como necesidad.

Es sabido que las premisas de la sociología y las de la literatura no corren por el mismo camino. El sociólogo requiere datos, estadísticas, características generales. El escritor, en cambio, necesita del aura fantástica de la imaginación para poner a vivir a su personaje en situaciones críticas donde se revele su interior. El gaucho alzado contra la autoridad arbitraria resulta ornamentado con rasgos que se traen de aquí y de allá, de las novelas de caballería, del ideario estancado del tradicionalismo local o las efusiones policromadas del costumbrismo que reduce la nobleza espiritual a una ronda de mates con chismes del más allá. Los señoritos de bufetes del siglo XIX, estancieros muchos de ellos, forjaron un tipo social postizo con el valor de un cruzado, la nobleza de un apóstol, la irresponsabilidad de una napolitano y el atuendo de un magiar. De esa proyección infausta, alojada entre papel y tintas, nació el gaucho payador y matrero que en vano buscan los porteños (nacidos y criados en departamentos céntricos de 60 metros cuadrados) en los pagos de San Antonio de Areco.

He discutido estas cuestiones con una escritora adicta al gauchaje. Me consta que adora la literatura, pero su amor no es correspondido. Otro amigo en común le ha llegado a recomendar que, de cada cuento, escribiera solo el título y dejara al lector o lectora imaginar el resto. Mi maldad no alcanza esas cotas. Sigo pensando que, de viajar al Iberá, se vería francamente decepcionada de esa pasión por los gauchos que allanan su corazón sin que ella misma pudiera explicarse la causa. Mi sobrina Camila viajó hace un año al Iberá, y se embarcó en una excursión lacustre no exenta de saurios y carpinchos, pero su desilusión estalló ante una realidad contundente. El capitán de la canoa, guía y supuesto gaucho correntino repentinamente, interrumpió el discurso sobre las aguadas ante una llamada. Detuvo la marcha para responder en su iPhone.

Gauchos eran los de antes. Internet nos dejó sin gauchos. Los de ahora ya son gauchos.com y Dios nos libre de esos algorritmos.

 

 

ALEJANDRO BOVINO MACIEL

BUENOS AIRES, ENERO 2024

www.alejandrobovinomaciel.webador.es

 

 

EL FOTÓGRAFO DE DURANGO

 

La tarde en la que estaba a punto de abordar el vuelo que me llevaría de Guadalajara de regreso a Ciudad de México, nos avisaron que el aeropuerto había sido cerrado por una epidemia. Ya sabemos que intentar averiguar detalles en una empresa aérea que cancela vuelos, es tarea inútil. Respondía sistemáticamente un contestador telefónico con la misma voz impersonal de anuncio publicitario avisando que “por razones de fuerza mayor la compañía había cerrado sus operaciones y nos mantendría informados ante nuevos avisos”. Etcétera, etcétera…

Volví a mi hotel (no soy hombre que se desmoraliza fácilmente) desplegué el mapa de México en su totalidad sobre la cama y fijé la nueva meta en Monterrey. Me habían hablado maravillas de ese sitio y, estando en tiempo vacante, no sería mala idea conocer Monterrey. En la terminal de buses de Zapopan en Guadalajara las cosas no estaban mejor que en el aeropuerto. La gente colmaba corredores y dársenas de salidas en remolinos que se movían con el pulso de los cardúmenes en el mar. Repentinamente todos parecían apresurarse hacia el fondo contra las paredes de vidrio que separaban la sala de espera de los embarques, y los sombreros de los campesinos aleteaban en medio del ajetreo de la tarde. Cientos de salidas a otros puntos ya habían sido canceladas. Monterrey era un destino imposible, me ofrecieron Victoria de Durango como estación intermedia.

—Desde allí le será fácil conseguir un pasaje a Monterrey —me aseguró la señorita (cabellos negrísimos y lacios que resbalaban suavemente por los hombros, tez trigueña, ojos oscuros) desde el otro lado del mostrador.

—Sale en veinte minutos —agregó sonriendo.

El calor empezaba a abrumar la tarde. El calor se podía palpar con solo extender la mano y sin embargo el sol permanecía oculto, detrás de un cielo grisáceo y fosco. Solo recibíamos la lumbre calurosa, casi húmeda. El calor se derrumbaba lentamente sobre nosotros.

El mismo movimiento continuo y agitado de la gente conseguía sofocar aún más esa sensación como de vacío de aires que precede a las tormentas.

 

El viaje se hizo pacífico en la calma de un paisaje que iba avanzando morosamente entre montañas oscuras que, cubiertas de las enormes hojas del agave en sus bases, se presentían erizadas como animales hostiles. Tres mujeres morenas y silenciosas que cargaban bolsas avanzaron desde el fondo del ómnibus por el estrecho pasillo pidiendo disculpas al rozarnos los brazos. La última tenía unas largas trenzas unidas en la espalda por medio de un lazo azul.  

La fachada del Hotel Roma, en Victoria de Durango, se parecía mucho a los edificios públicos de las grandes ciudades: dos pisos, con enormes ventanales enmarcados provistos de balcones con verjas, y balaustrada en las alturas, donde alternaban grandes ánforas vacías con esferas de piedra.

Me asignaron una habitación amplia, con vista a la calle 20 de Noviembre. El botones, cauteloso, dejó mi valija en el umbral, asido a la hoja de la puerta como si temiese entrar en la habitación. Le agradecí con unas monedas y sonrió, advirtiéndome que el mismísimo general Francisco Villa durmió en la habitación 218 durante su visita al gobernador de entonces, en pleno fervor de la Revolución.

Pancho Villa se había convertido en líder indiscutido de la particular Revolución agraria de México. Era un hombre tan temido como respetado y confesó, frente a una multitud que lo escuchaba extasiada, que nunca había conocido una escuela y por eso le obsesionaba fundarlas por donde pasaba. Reprochó a los españoles haber echado sobre México a la Iglesia católica, a la que reputó como la peor superstición que el mundo conocía. Cuando ya parecía que lo había dicho todo, agregó: “soy un luchador, no un estadista. No tengo la educación suficiente para convertirme en presidente de la República”.  

Atardecía apaciblemente cuando salí a buscar un sitio donde comer algo. El calor se había disuelto en una brisa suave que silbaba entre las ramas de los árboles. La vieja Catedral de Durango proyectaba una mole inmensa y pesada que en el atardecer temblaba en el espacio árido de la extensa plaza, tapizada de piedras que recogían la luz moribunda del crepúsculo, hundiéndola en sus resquicios oscuros. Una bandada de aves cruzaba el cielo, en fila.

—¿Puede darme un tantito de espacio? —dijo una voz a mis espaldas.

Un tipo de una treintena de años con ropa oscura miraba a través del objetivo de una cámara fotográfica. Me habló sin siquiera quitar el ojo de la cámara.

—Hombre, tiene toda la plaza que está casi vacía —observé un poco molesto.

—Necesito ese espacio —soltó, sonriendo y tratando de ser amable, mientras me tendía la mano.

—Max, para servirlo.

Me alcanzó un bolso que cargaba junto con la correa del perro que lo acompañaba, para volver a acomodar la gran cámara oscura que le colgaba del cuello. Tomé la correa del perro por ese automatismo que nos hace ser amables sin pensarlo.

—Se llama Luis.

Se arrodilló en el espacio donde estuve yo y comprendí que desde ahí quería enfocar la línea sinuosa de las aves contra el fondo de las torres de la catedral, porque en ese preciso sitio llegaba un haz de luz rojizo y moribundo que seguramente favorecería la toma fotográfica. El perro, uno de esos animales alargados, de patas cortas y grandes orejas me echaba miradas lánguidas, apoyado contra el pavimento cuadriculado de las piedras de la plaza.

—Gracias —dijo después, retomando las riendas de Luis y recibiendo el bolso con objetivos y cables para la cámara—. Algunas tardes de abril llegan a ser bochornosas.

—¿En México los fotógrafos acostumbran reclutar ayudantes entre los turistas? —quise saber. Max se había sentado en un banco de piedra, encendió un cigarrillo y sujetaba firme la correa de Luis sin necesidad, mirando a lo lejos, en ese cielo que se fugaba llevándose sus pájaros errabundos. El perro estaba acostado bajo el banco, inmóvil.

—En México la gente hace cosas insólitas porque vive en un país insólito. Lo insólito nos resulta natural.

—Ya veo.

—¿Qué le parece si damos una vuelta de la plaza y le voy enseñando lo que sé? México —continuó diciendo con la voz indiferente de la ausencia— es un país que aún no se terminó de construir. No podemos dar lecciones de nada.

—Yo creo que sí.

—¿Qué cosa? —dijo serenamente Max, pero, aunque intentaba aparentar neutralidad en el tono cansino de la voz, se denunciaba algo intrigado.

—Un caudillo de la Revolución —señalé con soltura— en un acto público declaró abiertamente que era un soldado, y no tenía la educación necesaria para ser presidente ni magistrado. Yo creo que Francisco Villa, que es al mismo tiempo una de las voces más importantes de la historia de México, puede dar lecciones de moral para advertir a muchos acerca de la codicia por el poder, que siempre resulta peligrosa.

Max quedó pensativo un instante. Las aves en el cielo oscuro se presentían pasajeras, graznando en la lejanía. La oscuridad que se cernía sobre el mundo impedía divisarlas, pero seguían su rumbo volando en fila, cortando el aire de la noche como una zanja hecha de pesadillas.

—Una voz entre ciento veinticinco millones. ¿No es demasiado poco?

—¡Quién sabe! —admití—. Una voz entre miles advirtió alguna vez que necesitábamos más del perdón que de la ley, y nació el cristianismo.

—Parece que olvidaras que no trajo solo el perdón, sino la intromisión en el Estado, las Cruzadas y la Inquisición. Esa voz, amigo —dijo con amargura— trajo más problemas que soluciones al rebaño humano.

Luis se puso a ladrar con furia tirando de la soga. Pasaban unos chicos jugando y haciendo jaranas, y eso parece haberlo despertado de su pacifismo repentinamente.

 

—Creo que deberíamos continuar con el paseo para conocer Durango —propuso Max.

—Está bien, le agradezco el gesto. No soy mexicano y conozco poco y casi nada de todo.

—En marcha —ordenó, aplastando la colilla del cigarrillo contra el canto del banco de piedra mientras daba un tirón a Luis para incitarlo a caminar.

—Esta es la Plaza de Armas, aunque aquí en Victoria de Durango las armas nunca hicieron falta.

—¿Tampoco durante la revolución? —pregunté con sorna. La palabra “nunca” me suena tan impostada como la palabra “siempre”. Las leyes de la naturaleza admiten desvíos y la naturaleza humana le agrega excusas para torcer el rumbo constantemente. Decir “siempre” es, para mí, uno de los modos que tiene la exageración.

—Eso fue un episodio, apenas —observó Max—. Nuestra historia está llena de incidentes. La ciudad se fundó como centro de minería para explotar el Cerro Mercado, que los españoles al mando de Ginés Vásquez de Mercado creyeron preñado de plata, pero excavaron y excavaron y solamente extrajeron hierro. La naturaleza le tiende esas celadas a la codicia humana.

—La codicia humana también es natural —observé.

—Toda la naturaleza es imperfecta, ha llenado de defectos a sus creaturas, es deber del arte corregir esos desvaríos de la materia por medio del espíritu —dijo, deteniéndose en un punto donde la oscuridad que invadía la noche le dejaba un último resquicio de luz como en penumbras. Tendió la mano hacia esas hilachas brillantes como si las acariciara.

—Valoras mucho la luz —dije.

—La fotografía es luz congelada y nada más.

 

Extraño es el mundo.

En mi ámbito podría buscar un mes alguien con quien mantener una conversación medianamente interesante sobre un tema que me venía obsesionando: la relación del arte con el mundo. Repentinamente, gracias a un perro y a un virus, en un país muy lejano, hallaba alguien que me insinuaba ideas extrañas. Un desconocido enamorado de la luz y de sus efectos.

—La catedral, como habrás observado, es un poco barroca, un poco plateresca y con muros blancos que la rodean para recordar a los fieles la promesa.

—¿La promesa? —quise saber de inmediato—, ¿qué promesa?

—Si ellos cumplen con Dios, Dios cumplirá con ellos más allá de la muerte.

—¡O lá lá! —dije, con sorna—. El fotógrafo cree en Dios, finalmente.

—No creo en Dios. Creo en la promesa que nos hizo.

—¿Quién cumpliría esa promesa si Dios no está?

—Yo —dijo con voz muy segura y sin asomo de broma.

Los dos quedamos en silencio.

Desde algún sitio lejano llegaba una música ranchera de despedidas y tras los tañidos de las campanas de la cercana catedral, todo se fue envolviendo en sonidos ensordecidos, como esos cuchicheos de los velorios donde se susurran palabras ilegibles.

Luis dio unas vueltas y se tendió en un cantero al borde de la calle. Max empezó a enroscar una cubierta en el lente de la cámara, acomodando los accesorios en el bolso con mucho cuidado. Trataba a los lentes con suavidad, como si envolviera flores delicadas.

—Creo que debería volver a mi hotel —propuse.

—No señor. Le había prometido mostrarle un poco de la ciudad y allá vamos.

Tiró de nuevo la soga de Luis y retomamos la vereda techada de ramas de árboles.

—Nos fundó un vasco de apellido Ibarra a mediados del mil quinientos. Bautizó como Valle de Guadiana este espejismo que le hacía ver en México lo que estaba en España. Estamos encerrados entre el Cerro de Mercado, un pantano hacia poniente y la Acequia Grande al sur. En el mil seiscientos se creó el obispado, hacia mediados del mil setecientos se halló oro en la Sierra Madre y Durango volvió a ser señora del Norte. El camino Real de Tierra Adentro cruzaba de norte a sur y por eso este centro histórico tiene edificios que son piezas de colección.

—Muy interesante todo —dije serenamente, intentando no sonar aburrido— pero todo eso podría decírmelo la guía turística.

—Esa casa —prosiguió Max— perteneció a una mujer a quien el padre la encerró durante veinte años para evitar que se hiciera monja.

Señaló un caserón de piedras, silencioso en una amplia esquina de la Plaza de Armas.

—¿Y después? —quise saber.

—Dios y el arte tienen la misma fuerza para alienarnos, ¿no te parece? Cuando el padre murió, ella ya tenía el alma ajada. Se dedicó a componer música, usando las lecciones de piano que recibió durante los veinte años de encierro. Uno creería que ese seco amor a Dios inspiraría salmos y motetes, pero no. La música de cámara que compuso holgaba de notas oscuras, bajaba a lo más turbio de los sonidos, hurgaba en los extremos de la sordidez que es capaz de producir un sonido. El odio también inspira.

—Para destruir —objeté.

—La finalidad de una obra de arte no puede ser prevista por el artista, querido amigo. El arte es siempre causa. El efecto vive en nosotros.

—Entonces —observé— no estaba en la artista la oscuridad sino en nosotros.

—¿En algún momento has dudado de eso? ¿Que el arte es solamente un espejo que nos devuelve nuestro interior?

Max miraba a lo lejos, hacia el cielo platónico donde las ideas brillan con luz propia como el sol. Luis repentinamente despertó de su sueño pacífico, oteó a lo lejos ese mismo cielo lleno de resplandores oscuros como la música de la dama encerrada. Vio en ese ámbito perfecto e incorruptible la imagen de un argentino y un mexicano sentados en un banco de piedra, silenciosos y absortos. Vio que más allá del presente el tiempo estaba vacío. En su memoria no cabía ningún pasado, y el porvenir estaba tan oscuro como el cielo fosco. Comprendió la ilusión y volvió a tenderse en el piso de piedras de la plaza de Victoria de Durango, donde su amo el fotógrafo se afanaba por congelar la luz de un vuelo de pájaros que en la oscuridad absoluta habían desaparecido.



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